Por: Manuel Pérez | @manpezpintor
Los inicios del primer embrión del capitalismo expoliador en América, como ya lo hemos mencionado, que tiene relevancia porque ha dejado una profunda huella en los pueblos y comunidades del Caribe y el Sur de nuestro Continente.
Al amanecer llegan a la orilla de una isla de las Bahamas y el Almirante se arrodilla y besa la arena, estaban en la isla de Guanahani y el Almirante la bautizó San Salvador. Aquel 12 de octubre de 1492, cuando desciende a la playa desconocida, va provisto de toda su dignidad: escoltas, escribanos y banderas reales. Hallan un pueblo extraño a sus ojos que lo seduce y lo maravilla, pero al que de inmediato piensa convertirlo a la santa fé “con amor y no por la fuerza”.
En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entró en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: «Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías... ».
Nueva Cádiz será la primera ciudad fundada por europeos en América del Sur. De algún modo su atrabiliario asiento, su disposición urbana y su organización social nos dan esa tónica de insensatez y formalidad que caracterizó la empresa conquistadora. En Cubagua, como sabemos, se sucedieron todos los dislates, naufragaron o se corporeizaron todas las ambiciones, sucumbieron bajo las fuerzas telúricas todos los desmanes y se acompasan, bajo la desolación y la muerte. Podríamos decir que Cubagua o la reciente ciudad de Nueva Cádiz fue el primer asiento colonizador del nuevo continente dedicando para su crecimiento al despiadado tráfico de esclavos para el mercado y la explotación de yacimientos de perlas, que a pesar de tan poco espacio de extensión dio cantidad infinita de riqueza.
Cuentan que por 1515 un médico radicado en La Española como encomendero, Gonzalo de Velosa o Vellosa, según Las Casas, hizo traer a sus propias expensas desde las islas Canarias un pequeño grupo de expertos que construyeran para él en San Cristóbal, al oeste de la isla, un molino de caña de azúcar o trapiche accionado por caballos. Los brotes de las plantas traídos en 1493 por Colón habían demostrado la conveniencia y adaptabilidad del cultivo, Velosa se convierte en precursor de las plantaciones azucareras. En verdad, nos aclara Fernando Ortiz, Oviedo no era del todo preciso, pues el primer cañaveral en América lo había iniciado Pedro de Atienza en 1501, y por 1506 se producen los primeros azúcares en la plantación de Miguel Ballester de Aguilón o Aguiló. A Velosa, ciertamente, se debe la instalación del primer trapiche y del primer ingenio, pero en las Antillas se producía ya azúcar antes de la existencia de estos; a tal punto que según las noticias proporcionadas por el mismo Oviedo, por 1516 el rey Fernando pudo recibir en su lecho de muerte las primeras libras del nuevo “oro blanco” proveniente del Nuevo Mundo. Se iniciaba así, sin saberlo Velosa ni los otros cultivadores primigenios, un tiempo distinto para los aborígenes de las islas y fundamentalmente puesto que ya estos habían sido considerablemente diezmados, para los nativos del África occidental, víctimas del nuevo negocio establecido por el floreciente capitalismo mercantilista portugués, La Trata. Apenas unos pocos entre los conquistadores encomenderos, quienes en su mayoría no habían cruzado el Atlántico para dedicarse a la agricultura, ni para ser inocuos portadores de los adelantos de la civilización europea, vislumbran en los cañaverales el próspero negocio. Los portugueses habían puesto de moda también el azúcar en Europa y demostrado su rentabilidad desde sus factorías de Madeira y Cabo Verde.
Muy pronto el comercio de este producto alcanzaría tan altos beneficios, que el propio Carlos V podrá sufragar gran parte de la construcción del famoso Alcázar de Toledo con los dineros recaudados mediante un impuesto que gravaba el azúcar proveniente de La Española. Durante poco menos de tres siglos, a partir del mal llamado descubrimiento “no hubo, para el comercio de Europa, producto agrícola más importante que el azúcar cultivada en estas tierras”.
En 1509 los mercaderes, armadores y empresarios asentados en la isla La Española, resuelven disponer las bases mercantiles para organizar las actividades marítimas en el fructífero Caribe. Unos “diez o doce vecinos llanos y abonados” obtienen autorización oficial para armar barcos mayores y emplearlos en la captura y comercio de perlas e indios caribes. Así se genera el primer embrión del capitalismo expoliador en América. Nació el mito del Dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron infructuosamente dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná.
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro Azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado a la Corona los servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje. Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones en 1658, para la celebración del Corpus Christi las calles de la ciudad fueron empedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro. Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «Vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así.
Manuel Pérez Monsalve. MAN PEZ.
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