Probando a hacer “epistemología de las emociones”, podemos observar que estamos inmersos en una “mega trampa emotiva”, un entramado de respuestas emocionales inconscientes que distorsionan nuestro discernimiento lógico, polarizan las ideologías y limitan nuestra capacidad para construir soluciones colectivas. Las emociones, en situaciones de tensión prolongada lamentablemente nos atrapan en ciclos de pensamiento y acción que perpetúan la crisis en lugar de resolverla.
Existe una emocionalidad que modula las relaciones ideológicas, porque la ideología esta empapada de emocionalidad.
Las emociones son inherentes al ser humano y cumplen una función adaptativa: nos ayudan a responder rápidamente a estímulos externos, especialmente en situaciones de peligro o incertidumbre. Sin embargo, en contextos de tensión social, política o económica prolongada, esta emocionalidad se convierte en un filtro que distorsiona nuestra percepción de la realidad.
En situaciones de crisis, emociones como el miedo, la ira o la desesperanza activan mecanismos cognitivos que privilegian la rapidez sobre la reflexión. Esto nos lleva a adoptar posturas simplistas, polarizadas o reactivas, en lugar de analizar críticamente las situaciones. Por ejemplo, en tiempos de crisis económica, el miedo al desempleo puede llevar a apoyar políticas que prometen soluciones inmediatas, pero que ignoran sus consecuencias a largo plazo.
Las emociones también influyen en cómo procesamos la información. En un estado de ansiedad o ira, tendemos a escuchar solo aquello que confirma nuestras creencias preexistentes (sesgo de confirmación) y a rechazar ideas que desafían nuestra visión del mundo. Este fenómeno, amplificado por las redes sociales y los algoritmos que refuerzan nuestras burbujas ideológicas, nos encierra en eco-cámaras donde la reflexión crítica es reemplazada por la validación emocional.
La pandemia de COVID-19 es un ejemplo claro de cómo las emociones, como el miedo y la desconfianza, pueden influir en la toma de decisiones colectivas. A pesar de la evidencia científica que respalda la seguridad y eficacia de las vacunas, muchas personas se resistieron a vacunarse debido a emociones intensas, como el temor a efectos secundarios o la desconfianza en las autoridades sanitarias y las farmacéuticas.
Este miedo fue exacerbado por la desinformación y las teorías conspirativas difundidas en redes sociales, que apelaban a emociones como la indignación y el escepticismo. Como resultado, la vacilación ante las vacunas se convirtió en un obstáculo para controlar la pandemia, mostrando cómo las emociones pueden distorsionar la percepción de la realidad y dificultar respuestas colectivas efectivas.
Las ideologías no son solo sistemas de ideas; son sistemas de creencias profundamente arraigados en la emocionalidad. En contextos de tensión, las emociones se convierten en el pegamento que une a las personas alrededor de ciertas narrativas ideológicas, pero también en el muro que las separa de otras perspectivas.
Las personas no eligen sus ideologías únicamente por su coherencia lógica, sino por cómo estas resuenan con sus emociones. Por ejemplo, la indignación frente a la injusticia social puede llevar a abrazar ideologías de izquierda, mientras que el miedo a la pérdida de identidad o seguridad puede impulsar la adhesión a ideologías de derecha. Estas emociones no solo influyen en la elección de una ideología, sino también en cómo la defendemos y la transmitimos.
En situaciones de tensión prolongada, las emociones negativas (como el odio, el resentimiento o el desprecio) se intensifican, alimentando la polarización. Las ideologías se convierten en banderas emocionales que dividen a la sociedad en “nosotros” versus “ellos”. Este tribalismo emocional no solo dificulta el diálogo, sino que también perpetúa los conflictos, ya que las emociones negativas refuerzan la percepción del otro como una amenaza.
Uno de los mecanismos más insidiosos de la mega trampa emotiva es la racionalización: el proceso por el cual justificamos nuestras respuestas emocionales con argumentos que parecen lógicos, pero que en realidad están profundamente influenciados por nuestras emociones.
En debates políticos o sociales, las personas suelen defender sus posturas con argumentos racionales, pero estos argumentos suelen estar basados en emociones no reconocidas. Por ejemplo, el apoyo a un nuevo líder autoritario puede justificarse con argumentos sobre la necesidad de orden y seguridad, pero su origen está más anclado en el miedo o la frustración.
La crisis migratoria en Europa, especialmente durante el pico de llegadas de refugiados en 2015, es un ejemplo de cómo las emociones, como el miedo y la xenofobia, pueden influir en las políticas y las actitudes sociales. El temor a la pérdida de identidad cultural, la inseguridad económica y la percepción de amenaza llevaron a muchas personas a apoyar políticas restrictivas y discursos antiinmigración.
Estas emociones fueron amplificadas por medios de comunicación y políticos que utilizaron narrativas emocionalmente cargadas, como la asociación de los migrantes con el crimen o el terrorismo. Este fenómeno no solo polarizó a las sociedades europeas, sino que también dificultó la implementación de soluciones humanitarias y colaborativas, mostrando cómo las emociones pueden distorsionar el discernimiento colectivo y perpetuar conflictos.
Muchas veces, no somos conscientes de cómo nuestras emociones influyen en nuestras decisiones. Actuamos impulsados por emociones como la ira o el miedo, y luego construimos narrativas que justifican nuestras acciones. Este proceso no solo nos impide reconocer nuestras propias limitaciones cognitivas, sino que también nos encierra en ciclos de pensamiento y acción que refuerzan la trampa emotiva.
Las redes sociales y los medios de comunicación juegan un papel crucial en la amplificación de esta trampa. Los algoritmos priorizan contenido emocionalmente cargado, ya sea positivo o negativo, porque genera más interacción. Esto crea un círculo vicioso en el que las emociones extremas dominan el discurso público, dificultando el diálogo constructivo.
Al estar en esta trampa, nuestras respuestas a las crisis suelen ser reactivas y emocionales, en lugar de reflexivas y estratégicas. Esto no solo impide la resolución de los problemas, sino que también contribuye a su agravamiento. Por ejemplo, en lugar de buscar soluciones consensuadas a la desigualdad económica, las emociones de indignación y resentimiento pueden llevar a confrontaciones que profundizan la división social.
Reconocer que estamos atrapados en una mega trampa emotiva es el primer paso para escapar de ella. Esto requiere un esfuerzo consciente para desarrollar la conciencia emocional y fomentar el pensamiento crítico.
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