Por: Atilio Boron
El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado es la culminación de un largo proceso de descomposición moral y política que ha afectado irreparablemente a ese galardón. Lo podrán seguir otorgando, año tras año, pero el desagradable olor de su incoherencia ética y su oportunismo político al servicio de Washington lo acompañará para siempre.
Claro que lo ocurrido en estos días no es nuevo. El premio estaba desacreditado desde mucho antes. Si bien por excepción le fue otorgado a personajes cuya trayectoria estaba claramente marcada por su compromiso con la paz: Martin Luther King en 1964, la Madre Teresa de Calcuta (1979), Adolfo Pérez Esquivel (1980), el obispo sudafricano Desmond Tutu (1984) y Nelson Mandela (1993), y unos pocos más, la entrega de ese galardón a Henry Kissinger en 1973, un asesino serial responsable del brutal bombardeo contra Vietnam y desestabilizador de procesos democráticos como el Chile de Salvador Allende marcaba de modo indeleble la depravación de la idea original de Alfred Nobel que era premiar a las personas u organizaciones que luchan por el imperio de la paz y la resolución pacífica de los conflictos.
Lo mismo puede decirse de la premiación de Barack Obama, insólitamente concedida a los pocos meses de iniciado su mandato «por sus extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la colaboración entre los pueblos», según decía el comunicado oficial. Desgraciadamente, los hechos desmintieron al Comité Nobel porque durante los ocho años de su administración Obama no estuvo ni un solo día sin librar guerras o ejecutar operaciones militares en el exterior. En dicho lapso ordenó 563 ataques, principalmente con drones, para eliminar «objetivos terroristas» en Pakistán, Somalia y Yemen, una cifra escandalosa cuando se la compara con los 57 ataques ordenados por la administración de George W. Bush, el inventor de la «guerra contra el terrorismo». Entre 384 y 807 civiles murieron en aquellos países, en la gran mayoría de los casos cuando el ocupante de la Casa Blanca ya ostentaba su condición de Nobel de la Paz.
La premiación de María Corina Machado es una adición más a este sombrío inventario. Machado es una pertinaz cultora de la violencia, un hábito mantenido sin pausa desde el momento en que Hugo Chávez Frías fue electo, con las leyes de la Cuarta República, presidente de Venezuela en diciembre de 1998. Apenas el líder bolivariano se posesionó de la presidencia Machado y otros personajes de la vieja y corrupta política de la Cuarta República se lanzaron a la conspiración. Sus planes se materializaron el 11 de abril del 2002 con el golpe de estado que milagrosamente no acabó con la vida de Chávez.
Los golpistas labraron un Acta pomposamente llamada «de Constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional» que daba inicio al gobierno de facto presidido por Pedro Carmona, presidente de la poderosa Fedecámaras. La gestión de este campeón de la democracia fue ejemplar, salvo por lo efímero de su permanencia en el poder. Pero no perdía el tiempo, algo en lo cual los gobiernos progresistas son grandes especialistas: en su primer acto oficial disolvió de un plumazo la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral, removió al Fiscal General, al Contralor de la República y al Defensor del Pueblo, destituyó a todos los gobernadores, alcaldes y concejales y decretó la baja de todos los embajadores, cónsules y vicecónsules y eliminó las 49 leyes habilitantes y el cambio de la Constitución, y restauró para su país el tradicional nombre de Venezuela aboliendo su condición de república bolivariana.
Todo este ataque a la institucionalidad democrática de Venezuela fue ratificado por una convocatoria a las «fuerzas vivas» del país, que se reunieron en el Palacio de Miraflores para avalar el nacimiento del nuevo régimen firmando el documento en donde se establecían las medidas mencionadas más arriba. Entre los firmantes se encuentra el nombre de María Corina Machado.
¿Fue ese su sólo pecadillo de juventud? No, fue apenas el comienzo de una carrera cada vez más signada por la apelación a la violencia. Peregrinó a Washington para entrevistarse con el presidente George W. Bush en la Oficina Oval de la Casa Blanca, el 31 de mayo del 2005, solicitando ayuda para derrocar al gobierno constitucional de Venezuela. En otras palabras, proponía una intervención militar estadounidense que hubiera provocado un baño de sangre en su propio país. Insistió en esa conducta y en marzo del 2014, en coincidencia con la primera de las sangrientas «guarimbas» -barricadas de lúmpenes y paramilitares armados- organizadas por la derecha venezolana para derrumbar al gobierno la Machado reaparece en la escena internacional como insólita «embajadora alterna» de Panamá -sí, leyó bien, de Panamá, no de Venezuela- en la sesión del Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos, siendo que a la sazón era diputada a la Asamblea Nacional. Su objetivo: solicitar en un acto de vil traición a la patria que el Consejo Permanente de la OEA dispusiera una intervención militar multinacional en contra de su propio país para derrocar al presidente Nicolás Maduro.
En 2017 resurgieron las «guarimbas» contando con todo el apoyo de la derecha venezolana y sus mandantes estadounidenses, sin que María Corina, la ahora Nobel de la Paz, condenase en lo más mínimo sus aberrantes crímenes contra la población. Todo lo contrario, a lo largo de estos años no cesó de solicitar la intervención de fuerzas extranjeras para derrocar al gobierno bolivariano y jamás se le escapó la más mínima condena a los “guarimberos” que bloqueaban calles y parajes para que nadie pudiera salir de sus casas creando la imagen de una huelga cívica contra el gobierno para forzar su caída. A los que osaban salir los atacaban ferozmente, cuando no los mataban. Llegaron al extremo de quemar vivas a personas cuyo único delito era tener apariencia de ser chavistas. La documentación sobre estos crímenes es apabullante, como el cómplice silencio de la Machado.
No puede olvidarse que a lo largo de tantos años esta «patriótica» lideresa venezolana abogó incansablemente ante los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Europea para que se impusieran duras sanciones económicas y de todo tipo a la República Bolivariana de Venezuela. También fue juzgada por conspiración debido a que una ONG por ella creada y dirigida recibió aportes del Fondo Nacional para la Democracia, financiado por el Congreso de los Estados Unidos, para campañas desestabilizadoras del gobierno bolivariano.
María Corina Machado es la personificación misma de los métodos violentos del fascismo. En casi todos los países habría sido juzgada con penas severísimas por solicitar una invasión extranjera a su propio país, o la aplicación de medidas coercitivas unilaterales que producen enormes sacrificios y privaciones a su propio pueblo. Su desenfreno violentista y su calculada lambisconería para con el amo imperial le impuso un estruendoso silencio ante el horrible genocidio en curso en Gaza, para ni hablar de los riesgos que conlleva para el pueblo venezolano el desplazamiento de las fuerzas navales de Estados Unidos hacia el Caribe meridional y la posible agresión que de ello se desprenda. No sorprende que le haya dedicado su Nobel a Donald Trump ni que todo el sicariato mediático de Occidente la haya ensalzado como una heroína, campeona de la paz, los derechos humanos y la democracia.
Tanto elogio hacia su persona es comprensible: se trata de los mismos medios, y los mismos gobernantes, que durante dos años cerraron beatíficamente sus ojos y avalaron, financiaron y le ofrecieron toda la cobertura diplomática al gobierno de Israel para que perpetrara el bárbaro genocidio de los gazatíes. Leer la prensa de Occidente, salvo contadísimas excepciones, produce vómitos ante tal cúmulo de mentiras, dobles raseros y el sistemático ocultamiento de innumerables crímenes. Por eso los países del Occidente colectivo, en franca e irreversible declinación, celebran alborozados el Nobel concedido a María Corina Machado. Cuando le informaron de la premiación otorgada a la opositora venezolana el enviado especial del presidente Donald Trump para Misiones Especiales, Richard Grenell, se limitó a comentar lacónicamente: «El Premio Nobel murió hace años». Tiene razón, pero faltaba un último clavo para sellar herméticamente el ataúd. María Corina Machado lo aportó.
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